Ya estoy dentro de la cama. Me giro, y tu cuerpo. Te rozo. Y tus manos. Un beso en la nariz y todos los pedazos de este corazón han comenzado a temblar. El beso que precede al polvo, y el polvo que precede a hacer el amor.
Luego nos tocamos, nos acariciamos y rozamos uno a uno los cristales de la piel. Nos gusta sangrar porque esa es la única manera de recomponerse.
Nos lamemos las heridas como si haciéndolo fuéramos a curarnos el lado izquierdo del costado. Donde explotan tantos sentimientos abstractos.
Nuestros corazones siguen latiendo, están más vivos que nunca. Y nuestras piernas, entrelazadas, deciden sostener la noche.
La noche, por su parte, decide durar un par de días más, quizá con un poco de suerte algunos meses. Tú síguele enseñando tus piernas y verás como se acaba enamorando.
Yo por mi parte, seguiré aquí, a tu lado. Jugando con las persianas para que esos cegadores rayos de luz no nos molesten. Para que tú no quieras marcharte.
La verdad es que nunca te he dicho te quiero, pero te doy dieciocho besos en la nariz al día: uno por cada año que he pasado sin ti. Y no hay mayor declaración de amor que un beso en la nariz, y eso deberíamos saberlo todos. Que ya somos mayorcitos.