martes, 22 de abril de 2014

La altura suficiente está justo en tus ojos.

A veces leo todo lo que un día 

sin quererme
te escribí,
y a pesar de saber
que la pérdida sería inminente
tenía los cojones de quererte.

Tenía la poca vergüenza
de escribirte cada día,
de no darme cuenta
de que contigo ni la vida
era
vida.

La última vez que rocé tus labios
fue como la milésima de segundo
que precede al balón
que colisiona con la ventana.

Y el resto,
puedes imaginarlo.

Todo lleno de cristales rotos,
todos escritos con tus besos
que eran anónimos.

Tuvimos un 'vamos a dolernos'
en la punta de la lengua
y créeme si te digo,
que lo hicimos de puta madre.

Pero qué vas a saber tú
si antes de quererme
ya te atrevías a perderla en tu cama,
porque nunca has sabido
lo que es hacerte daño.
No te has pegado el portazo,
ni te has mareado con vueltas.
Nunca te has agarrado a un clavo ardiendo
para saber que te acabarías quemando.

No fui capaz de recordar tu nombre cuando te fuiste
porque no eras quien yo creía que tocaba.
Pero tus manos,
tu pelo,
tus sollozos en medio sueño,
el desayuno en la cocina,
la siesta en el sofá,
el baño de Madrid
y tu mirada,
todos y cada uno de ellos
tienen nombre:
Frivolidad.

Porque un amor
no es amor ni es nada
cuando el recuerdo te fusila los ojos
desde la ventana
en la que nunca
nos dijimos adiós.

Un amor que te haga llorar más veces de las que te hace reír
es como un castigo
en pleno patio de colegio.
Es como ese amigo que tiene un puñado de chicles
y te miente
mientras desenvuelve el papel
a tus espaldas.

Tenías el mejor envoltorio,
el peor caramelo
y la espalda más bonita que he visitado.
Pero tu boca,
lejos de estar llena de vida
estaba llena de mentiras.

Por eso nos fuimos a pique
porque con miedo a las alturas
nadie es capaz
de abrir el paracaídas.

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